Reposteamos un excelente artículo escrito por Juan Forn y publicado recientemente en Página 12 sobre la tipografía Gill Sans. Lectura obligatoria e imperdible para los amantes del diseño de letras y en especial para los que admiran a una de las sans serif más utilizada en la gráfica contemporánea.
Dicen los tipógrafos que, hasta 1950, si uno caía en paracaídas en cualquier parte de Europa, podía saber perfectamente en dónde estaba con sólo ver el primer cartel: no por lo que decía sino por la letra. La tipografía francesa era la reina del firulete (recordar los carteles del Metro de París o de las botellas de champagne); la alemana era la más rebuscada y cuadradota (los nazis sostenían que sólo la letra gótica hacía justicia a la pureza de la raza e imprimieron un famoso panfleto que decía: “Piensa alemán, habla alemán, siéntete alemán, sé alemán incluso en tu escritura”) y llama la atención que, en la competencia por la letra más pura, pujaran dos temperamentos tan disímiles como el de los ingleses y el de los italianos: la Bodoni italiana es una respuesta a la Baskerville inglesa, y cuando William Morris buscó dos siglos después una síntesis entre belleza y eficacia rescató del olvido las ideas del formidable Aldo Manucio y del veneciano por adopción Nicolau Jenson, de donde mamó inspiración Eric Gill para crear su extraordinaria e hiperbritánica Gill Sans. Mientras tanto, los suizos, siempre tan prácticos y asépticos, inventaron la letra neutral por excelencia, el grado cero del diseño, la que dice siempre lo que uno quiere oír (me refiero obviamente a la Helvética). En cuanto a los mitteleureuropeos, muestran una vez más cómo incide en su temperamento eso que llamamos el alma rusa (en los febriles años ’20, un aprendiz de imprenta de Budapest, consternado por la pérdida de su amada, compuso el nombre de ella con caracteres tipográficos, se los tragó, murió por intoxicación de plomo y generó una ola de imitadores en Hungría, Checoslovaquia y Polonia).
Estoy generalizando, claro. Pero es generalizando como los tipógrafos fueron inventando las diferentes fuentes que usamos hasta el día de hoy: una tipografía puede ser un alfabeto en chaleco de fuerza, o un alfabeto liberado de su chaleco de fuerza. Cuando Aldo Manucio inventó la bastardilla, lo hizo imitando la inclinación que tenía la letra de los calígrafos que escribían más velozmente al dictado. Su idea era que el lector sintiera que leía rápido: es que Manucio había elegido esa letra para los libros non sanctos (no los tratados religiosos o legales sino los viejos textos “bastardos” como el Satiricón o los poemas de Safo y Ovidio); de ahí el nombre bastardilla y la sugerencia al lector de que leyera ligerito, para que no lo pescaran los custodios de la fe. Cuando el español Joaquín Ibarra (que inventó en su taller de Madrid el primer manual para tipógrafos, harto de explicar de palabra a sus aprendices lo que no había que hacer) entregó al rey Carlos III su famosa edición del Quijote (con equis), el rey le preguntó cómo era posible que una obra tan bien impresa necesitase fe de erratas. El maestro tipógrafo contestó: “Mi señor, no es obra perfecta la que carece de las unas y de la otra”.
Los tipógrafos son los héroes del silencio en la historia de los libros. Hay libros que, si los leímos en Bodoni por primera vez, sonarán siempre en nuestras cabezas en Bodoni; ni siquiera lo sabemos, salvo el levísimo déjà-vu que no sabemos a qué adjudicar cuando estamos leyendo otro libro compuesto en Bodoni. Hay letras que vemos hasta en la sopa (hace unos meses un tipógrafo australiano en Nueva York decidió vivir un día entero evitando la Helvética: no pudo leer el diario ni encontrar en su heladera o alacena nada que le fuera permitido para hacerse el desayuno, no pudo tocar los botones del ascensor ni los del cajero automático en la calle, tampoco bajar al metro, ni tocar los billetes de un dólar, ni abrir un menú en un restaurante; había Helvética por todas partes a su alrededor).
El rey sin corona de los tipógrafos es Eric Gill, creador de la Gill Sans, la letra más linda del mundo para mí. Gill no se consideraba tipógrafo; en realidad lo que le gustaba era esculpir (suyos son el Via Crucis de la Catedral de Westminster y el monumental frontispicio de la BBC), pero además dibujaba letras como un demonio. El tema es que estaba en contra del proceso industrial: se negaba a que fotografiaran sus originales y los redujeran (procedimiento habitual para que parecieran más perfectas las letras). Tanto rechazo le tenía al progreso que en 1913 se hizo católico y se llevó a su familia a vivir en un monasterio benedictino abandonado en Gales. Vivían en comunidad, practicaban el distributismo (una supuesta tercera vía espiritual entre el capitalismo y el comunismo inventada por Chesterton e Hillaire Belloc); la vida que llevaban familia, aprendices y animales se convirtió en una atracción turística, un ejemplo de la vida en santa pobreza.
Pero la empresa Monotype logró convencerlo de que dibujara para ellos la tipografía que lo haría famoso. Gill la hizo en aquel monasterio abandonado. La Gill Sans al principio fue sólo de mayúsculas porque Gill las probó en las lápidas y memoriales de la guerra que hacía para el pequeño cementerio de la vecindad: le traían la piedra y él la tallaba, gratis, con la inscripción que le pedían. La Monotype le rogó durante años que la desarrollara. No más recibirla, los British Railways la adoptaron para toda su cartelería, la BBC la puso en su logo y Penguin en todas sus tapas. Los trenes, la BBC, los libros: la Gill Sans se volvió el epítome de lo inglés y Eric Gill su padre. Reinó en el altar de católicos y diseñadores gráficos ingleses hasta que, cincuenta años después de su muerte, se abrieron sus diarios y resulta que nuestro amigo tenía el hábito de describir en ellos cada acto que cometía contra la castidad, léase adulterio, incesto, pedofilia, bestialismo (“Hoy experimenté y descubrí que un perro puede unirse a un hombre”; “La belleza del pene erecto no debería confinarse exclusivamente al sexo opuesto. Su forma es excelente en la boca. Lo había pensado muchas veces, ahora lo sé”).
Los católicos lo dejaron caer como una papa caliente. Los diseñadores gráficos, con más disimulo, también. Nadie usa la Gill Sans ya. Ya no es epítome de lo inglés ni de nada; incluso hay diseñadores que dicen que es estridente, tosca, ordinaria. La teoría de Gill era que una tipografía debía ser como el cristal de una copa: cuanto más transparente el cristal, más se apreciará el contenido. Y la única vez en que habló de la Gill Sans confesó que trató de hacerla asexual, de tan transparente. Tanto la limpió que, según él, quedó a prueba de tontos. No sé a ustedes pero a mí, desde que supe todo esto, la Gill Sans me gusta el doble. En realidad, todo lo que tiene una historia atrás me gusta el doble.