Artículo sobre las posibilidades que ofrece el diseño desde la funcionalidad para mejorar la vida diaria. El autor es André Ricard y fue publicado en FOROALFA.
Los diseñadores pueden hacer un real aporte a la calidad de vida diaria proyectando objetos de baja tecnología donde sea la propia forma la que permita la función.
otidiano es todo lo que, cada día, de un modo recurrente nos acontece. De modo que cuando hablamos de vida cotidiana nos referimos simplemente, a la vida misma. Son, en efecto, pocas las ocasiones en que lo que vamos viviendo no forma parte de esta cotidianeidad. En este discurrir continuo de acciones que el vivir supone, nos codeamos, vemos, tocamos, utilizamos, todo un repertorio de cosas de factura humana ingeniadas para hacer más soportable la vida de cada día. Si según Max Frisch, «sólo un milagro permite soportar la vida cotidiana»; esas cosas útiles que amueblan nuestra vida son y han sido, desde los tiempos primitivos, ese «milagro» necesario. Un milagro que es posible por la habilidad que tiene la condición humana para crear las cosas que necesita y que la naturaleza no le proporciona. Siendo así que existimos gracias a esas muchas cosas que nos auxilian en cada momento, en cada acción que emprendemos.
A lo largo de los siglos y en la medida en que ha ido avanzando nuestro conocimiento, esas cosas, que en su inicio fueron toscas herramientas esenciales, se han ido sofisticando para aportarnos una mayor ayuda. Nuevas técnicas y materiales han permitido máquinas y aparatos que nos van sustituyendo cada vez más. No solo en las tareas más básicas y mecánicas, sino también en las de mayor complejidad intelectual. Se habla hoy de la inteligencia artificial que esos ingenios materiales van adquiriendo. En este inicio del siglo XXI son pocas las tareas que no se realizan sin la indispensable ayuda de alguna artificialidad. Desde el elemental calzador hasta el más novedoso robot quirúrgico, cada gesto que hacemos precisa para su perfecta ejecución de alguno de esos artefactos que hemos desarrollado. Sea un simple objeto o un híper-tecnificado aparato. Con sus prestaciones útiles estos ingenios nos han liberado de muchas tareas aportando un mejor servicio y una mayor calidad de vida.
Así dicho, estaríamos en los albores de un «mundo feliz» huxleyiano. Pero no es así. Nuestros conflictos no sólo existen en las relaciones humanas, también los acarrean muchas de esas cosas artificiales. Su servilismo esconde a menudo perversidad.
«Los artefactos que el Hombre ha ido creando para liberarse, acaban también por esclavizarle. Si por una parte le ayudan, por otra le constriñen. […] Estas máquinas y aparatos que nos auxilian, se nos hacen cada vez más imprescindibles, precisamente en la medida en que nos reemplazan con mayor eficacia. Están tan ligados a nuestra propia vida cotidiana que han llegado a ser parte integrante, e importante, de ella. Existe tal simpatía entre esas cosas y nosotros que, cuando algo en nuestro entorno objetual familiar sufre una avería, la resentimos como si enfermáramos nosotros mismos. Es como si nuestro sistema vegetativo estuviera efectivamente conectado a este equipamiento externo: somatizamos sus problemas. Las cosas son una suerte de ortopedia para nosotros y nos relacionamos con ellas igual que si se tratase de auténticas prótesis».1
Pero además, una de las características de estas máquinas tecnificadas, es la vida efímera que tienen. El acelerado ritmo de los logros tecnológicos desfasan irremediablemente en pocos meses todo lo que usamos. El servicio que nos facilita un aparato está siempre pendiente de uno nuevo lo supere. Todos nacen con su muerte anunciada. ¡Y esto lo sabemos! Si por una parte este constante perfeccionamiento nos conviene, también nos incomoda. Necesitamos de un entorno menos mutante, mas estable. Los cambios en nuestro modo de vida que conllevan las nuevas tecnologías, nos obligan a un continuo reaprendizaje de los gestos de la vida cotidiana e instauran una extraña desazón que raya en la inseguridad. Las novedades, incluso aquellas que nos son más indispensables, nos inquietan. ¿Estaremos a la altura de entender y usar adecuadamente lo que nos ofrecen esas innovaciones? Todo progreso estimula solapadamente esa tensión. Cualquier nueva máquina es un ente artificial que, como un intruso, introducimos en nuestra vida cotidiana y con el que hemos de llegar a convivir satisfactoriamente. Para evitar que la tecnología pueda alienarnos en vez de ayudarnos, es necesaria una buena dosis de sensatez y de cautela.
La aportación del diseño en lo que se refiere a esos ingenios híper-técnicos es marginal. Las prestaciones que estos poseen son facilitadas por sofisticados mecanismos ocultos tras su carrozado, a menudo ortogonal. A esas entrañas, el diseño no tiene acceso. Su papel ha de limitarse a cuidar de la relación visual y táctil entre hombre como usuario y esa máquina que hace maravillas. En un electrodoméstico, por ejemplo, sea un microondas, o una lavadora, el diseño podrá mejorar la claridad de manejo de unos mandos o perfeccionar su forma, pero poco más. El propio concepto operativo lo deciden quienes conocen y controlan lo que los avances de la técnica pueden aportar en cada caso.
En cambio, en donde el diseño es el gran artífice es en los objetos de baja tecnología, aquellos en los que es la propia forma la que facilita la función. Enseres, herramientas, mobiliario, son las cosas en las que el diseño podrá encontrar modos de mejorarlos. Cosas que a pesar de su poca complejidad estructural no son objetos secundarios. Al contrario están muy presentes en nuestra vida cotidiana. Incluso en este siglo XXI, necesitamos aún multitud de objetos sencillos que dependen poco de las nuevas tecnologías y que, en cambio, precisan adaptarse a las necesidades cambiantes en el modo de vida de la gente. Unos cubiertos o una silla deben seguir adaptándose a la evolución del modo en que vivimos. Las nuevas familias exigen que se revise y adapte todo ese instrumental básico para que corresponda a los nuevos espacios y modos de vivir. Por ejemplo, las sillas han de ser quizás plegables o apilables para aparcarlas liberando espacio cuando no se usan. Los cubiertos colgantes para tenerlos siempre a mano y no en un cajón. Y así infinidad de cambios, pequeños en apariencia, pero que mejoran su utilidad cotidiana. Este es el territorio privilegiado en que el diseño esta a su anchas y puede hacer su mejores aportaciones.
En esas cosas básicas, esenciales, que la vida día a día necesita. Objetos simples, más humildes pero también más íntimos, que manejamos y dominamos, que conocemos bien con esa intimidad que da el manoseo del uso. Objetos que no se someten a los imperativos tecnológicos. Que cuando cambian no alteran esencialmente nuestro modo de vida, pues solo lo hacen para adaptarse a él. Cosas que no nos inquietan, pues siempre retienen un aire de familiaridad. Son cosas en las que siempre podremos confiar, incluso cuando fallan todas las redes de energía y comunicación que la sociedad civilizada ha trenzado en nuestro entorno «para servirnos mejor». Ellos seguirán siendo el último reducto de libertad y autonomía activa, una suerte de guardia pretoriana, aquella que salvaguardará una normalidad en nuestra vida cotidiana.2
- André Ricard, «La aventura creativa«, Ed. Ariel, 2000.
- Ibid.